lunes, 22 de febrero de 2010

Bibliotecas en guerra













Los que destruyen libros son los que reconocen la importancia de los libros. Los biblioclastas saben que, sin la destrucción de los libros y documentos, la guerra esta incompleta, porque no basta con la muerte física del adversario. También es necesario desmoralizarlo. (Con relación a los sucesos en Yugoslavia en 1999 y en Irak en 2003.) Fernando Báez / Educador y bibliotecólogo. Consultor de la Unesco. Extractado de su artículo
¿Qué pasó en la Biblioteca Nacional de Bagdad? Cualquier explicación que proporcione tiene su punto de arranque en la visita que hice a la biblioteca, un edificio de tres pisos uniformes de 10.240 m2, con celosías arábigas en todo el medio, construido en 1977 y localizado en Rashid, paralelo al deteriorado y antiguo Ministerio de Defensa (destruido durante los bombardeos de 1991).
Cuando llegué, permanecía en pie una estatua de Hussein con la mano izquierda en posición de saludo y la derecha sosteniendo contra su pecho un libro (aunque no se crea, Hussein, autor de varios libros, particularmente novelas, era un lector voraz y consecuente). Entiendo que esa estatua fue derrumbada, como todas las otras. En las escaleras del frente estaba un grupo de soldados estadounidenses, algunos de ellos latinos. Fumaban sus colillas de cigarro con desidia y se divertían con bromas rápidas. No voltearon ni para mirarme. La fachada, en el centro, sufrió daños por el fuego, que alcanzó a quemar las paredes, dejando manchas negras enormes. Rompió con tal fuerza las ventanas que imprimió en el sitio un aire melancólico.
El saqueo de la Biblioteca, según me comentaron, estuvo precedido por algunos hechos desconcertantes. Primero fue el ataque a Bagdad con bombas Moab y misiles, que destruyeron más de 200 edificios públicos, decenas de mercados y negocios. La operación fue llamada «Impacto y pavor» y se mantuvo durante los últimos días de marzo. El 3 de abril se iniciaron los combates en el aeropuerto Saddam Hussein, a diez kilómetros del centro. El 7 ya había tanques en las calles. Hacia el 8 de abril, las tropas estadounidenses ya tenían control de ciertas zonas de Bagdad, una ciudad bastante extensa si se considera que ocupa casi 24 kilómetros y cuenta con más de 730 barrios.
Fue el día 10 cuando, procedente de los suburbios, se reunió una multitud en la Biblioteca, que no estaba defendida por ninguna unidad militar. Al inicio predominaron la cautela y la prisa, luego el descaro, y una anarquía impuso las reglas de saqueo. Niños, mujeres, jóvenes y ancianos se hicieron con todo lo que pudieron, de un modo selectivo, como si hubieran ido de compras. El primer grupo de saqueadores, que contaba con un apoyo externo, sabía dónde estaban los manuscritos más importantes y se apresuró a tomarlos. Otros saqueadores, hambrientos y resentidos con el régimen depuesto, llegaron después, en busca de objetos valiosos, y provocaron el desastre posterior. La muchedumbre corría por todos lados con los libros más valiosos. También cargaban consigo las fotocopiadoras, resmas de papel, los equipos de computación, las impresoras, los muebles y las máquinas donadas por la Unesco. En las paredes, quedaron escritos mensajes como «Muerte a Saddam», «Muere Saddam», «Saddam apóstata». Inexplicablemente, un camarógrafo filmó sin prisa estos actos y luego se desvaneció sin dejar rastro. Es posible que cualquier día podamos ver esa triste cinta, que va a revelar un misterio tan curioso como el de la quema de la Biblioteca de Alejandría: ese misterio es cómo sabían los saqueadores que las tropas estadounidenses no les dispararían y por qué algunos de ellos tenían listas con órdenes.
Los saqueos se repitieron una semana más tarde y, sin mediar palabra, un grupo llegó en autobuses de color azul, sin sellos oficiales, el día 13, y alentado por la pasividad de los militares que circulaban unas calles más allá, roció con algún combustible los anaqueles y les prendió fuego. Es obvio que se hicieron también piras con libros para encenderlos. Según otra versión, se usaron fósforos blancos, de procedencia militar, para el incendio, y hay evidencias que lo confirman. Pasadas unas horas, una columna de humo podía verse a más de cuatro kilómetros y en ese incendio voraz desaparecieron las obras. Entre otros daños, ardieron las viejas máquinas y algunos periódicos. En el tercer piso, donde estaban los archivos microfilmados, no quedó nada. El calor, según pude constatar, fue tan intenso que dañó el piso de mármol y causó severos deterioros en las escaleras de concreto y el techo. Todo se convirtió en oscuridad y, por supuesto, en ruina. En el mismo ataque fue destruido el Archivo Nacional de Irak, en la segunda planta de la Biblioteca, que contaba, por cierto, con un equipo de trabajo de 85 personas. Desaparecieron millones de documentos (algunos hablan de doce, otros de dos o tres), incluso algunos del período otomano, como los registros y decretos.
Concluido el desastroso pillaje, no había literalmente nada que hacer. El secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, a manera de excusa ante estos hechos, comentó que «la gente libre es libre de cometer fechorías y eso no puede impedirse». El anterior director de la Biblioteca se lamentó con nostalgia: «No recuerdo semejante barbaridad desde los tiempos de los mongoles». Aludía a que en 1258 las tropas de Hulagu, descendiente de Gengis Kan, invadieron Bagdad y destruyeron todos sus libros arrojándolos al río Tigris.
Entre otros textos, desaparecieron ediciones antiguas de Las mil y una noches, de los tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en particular su Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas del Sharif Husayn de La Meca, textos literarios de escritores universales como Tolstoi, Borges, Sábato, manuales de historia sobre la civilización sumeria… Es sorprendente, y lo digo con la mayor malicia del caso, que la primera destrucción de libros del siglo XXI haya ocurrido en la nación donde tuvo lugar la invención del libro en el año 3200 a.C.
Fuente:
El arca digital

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