viernes, 19 de febrero de 2010

La misión del lector

Por: Isabel Espinosa Arronte
Resumen: La problemática del «fin del libro», nacida no solo a partir de la eclosión de las nuevas tecnologias, ha situado al lector en una nueva posición intelectual. La lectura ha dejado de ser exclusivamente lugar de reflexión, para convertirse en lugar de intervención. Con ello el lector ha asumido una responsabilidad inédita y, al mismo tiempo, fácilmente eludible. En este artículo se hace un breve recorrido por las características del viejo y el nuevo paradigma textual y se abren cuestiones acerca del sentido de la lectura en el actual discurso de la inestabilidad. Los recientes acontecimientos históricos, finalmente, servirán para apuntar posibles claves conceptuales para la construcción de la nueva figura del lector.

La biblioteca.
Pensar el lector quiere decir identificar el lugar en que «acontece» el momento significativo del texto. Tradicionalmente, consideramos que lee quien, al pasar la vista por lo escrito, «reconoce» los signos y los comprende [1]. Esta definición se apoya en la estructura de aquello que aun hoy identificamos como libro, un objeto que presupone la mirada, dirigida y lineal. Desde el inicio de la lectura individual y silente en el s.v, este movimiento hacia la comprensión incluye un momento de reflexión, es decir, de repliegue del lector hacia sí mismo inducido por «eso otro» que es el texto. La superficie del papel actúa entonces como espejo es decir, como exterioridad que refleja y restituye, en un giro que modifica al lector y consiente su «autorreconocimiento». Algunos autores (Kerchkove,1999: 83) ven precisamente en la tecnología del libro el caldo en que se cuece la filosofia de la conciencia y la identidad privada.

Según esta línea, el proceso de interiorización, la lentitud y el estatismo que implica la lectura en papel serían perfectos acompañantes -hábitos intelectuales óptimos- para la aparición de la conciencia. El libro, por su condición material, delimita la existencia de un afuera, al otro lado de los recorridos silenciosos e internos de la página.

Es en este «más acá» íntimo donde el lector por fin existe y se recoge, por oposición al mundo exterior. En esta tesitura, el libro aparece como instrumento «productor» de un tipo peculiar de personaje conceptual: el lector mudo y solitario, «autoconsciente».

La lectura, en el modelo que acabamos de mencionar, se presenta como primordialmente introspectiva. Las palabras fijadas en la hoja impresa dictan el gesto ocular que retiene al lector en la labor, volcada hacia dentro, de interpretación. En este sentido el libro «ocupa» al lector, lo invade -y lo paraliza físicamente- separándolo temporalmente del mundo. Solo diferidamente el lector puede llegar a exteriorizar el texto y transformarlo en acción. Mientras tanto, la lectura permanece contemplativa.

El rasgo que estructura esta relación con el libro es la distancia. La separación del objeto -que permanece siempre allí en frente, esperando- consiente la organización dicotómica de la lectura. Existe un lector y, a treinta centímetros, un texto. De este modo, se impone no sólo una cierta actitud intelectual (la contemplación) sino también una relación particular con el espacio y el tiempo.

La distancia con el objeto marca fronteras y nos coloca en espacio de volumenes diferenciados en que se distinguen las posiciones. Por su parte, la necesidad de seguir las lineas de un texto estático obliga a la lentitud. El tiempo deviene lento y lineal. Además, desde que el libro salió de los monasterios y se abandonó su lectura comunitaria, el elemento propicio para leer es el silencio (que convoca la atención del lector y le permite elaborar su propia interpretación).

Por otro lado, el caracter unitario y delimitado de la página convierte el acto de leer en un trabajo acumulativo, de acopio y sedimentación de contenidos. Sin embargo, el lector no es exactamente un «recipiente» puesto que el trabajo de incorporación es dinámico y dialéctico. El resultado, tras la lectura, tiene que ver con la conformación de nuestra identidad tanto personal como cultural. En el primer caso, como vimos más arriba, el lector accede a un reconocimiento de sí mismo y del mundo a través de la experiencia lingüística. En el segundo caso, la adquisición de un determinado saber libresco nos inscribe en un contexto preciso (saber culto-occidental) que conforma nuestra relación con la comunidad.

La persona «leída», es decir, aquella que ha acumulado una cierta cantidad de información a través de los libros, ocupa un lugar concreto en la sociedad: el del intelectual, que ejerce un cierto poder espiritual o ideológico en la colectividad.
En este paradigma el lector encuentra su sitio cómodamente. Su tarea consiste en acceder al texto que le viene dado y con el que dialoga. Su objeto es el libro.

La tradición nos dice, sin embargo, que este objeto contiene en sí mismo la voluntad de autoperversión. Desde el libro lleno de libros que es el Quijote, a la Rayuela o «libro para saltar» de Cortázar, se ha tenido siempre la tentación de interpelar al lector, de modificar, pues, el esquema de responsabilidades (que, en este modelo clásico asume fundamentalmente el autor).

El libro por venir
La famosa «crisis del libro», y del modo de leer que lo acompaña, no nace con la eclosión de las nuevas tecnologías [2]. Los intentos de desestructurar el modelo dicotómico de lectura recorren los planteamientos del arte conceptual del s.xx, la poesía de Mallarmé, los trabajos de Derrida, Blanchot… Sin embargo, la aparición del texto digital inaugura un nuevo laboratorio de experimentación de formas anheladas de lecto-escritura.

Lo interesante de este tipo de texto no es que plantee nuevos desafios sino que se revela como realización positiva de un viejo ideal lingüístico de dispersión y descentramiento. Quedan por ver los límites de este nuevo texto y las modificaciones que introduce en el papel del lector.

La cuestión se presenta en forma de problema. Las llamadas «nuevas tecnologías», así como los intentos poéticos y artísticos de desestabilización del texto, no definen claramente el nuevo objeto de lectura. Es más, éste se presenta como esencialmente problemático, no hay garantía de un «punto de llegada» en esta búsqueda. La problemática del libro lo es también del lector, en tanto figura relativa.

La intromisión de nuevos lenguajes a través de videos, sonidos, interfaces de toda clase, u obras textuales dispersas en elementos arquitectónicos de una ciudad, performances, etc. hacen que leer se convierta en una forma de exploración e improvisación que implica no solamente la mirada.

Desde hace ya varios años, ante estas desconcertantes experiencias de lectura y su creciente difusión, nos debatimos entre el entusiasmo (sobre todo tecnológico) y el miedo.

Miedo.
Para ilustrar el miedo, como desde siempre ha hecho la literatura de ciencia ficción, nada mejor que fijarnos en las nuevas tecnologías. Sus teóricos no cesan de advertirnos de los cambios en nuestros modos de relación con la información y con el entorno surgidos de nuestra relación cotidiana, por ejemplo, con la pantalla:
[...] la distinción importante es que, en la pantalla, lo que es accesible a nuestra entrada, lo experimentamos en un diálogo, un intercambio que se remonta a un tiempo anterior de comunicación oral en el que la información era procesada externamente, por medio de nuestras interacciones con el resto del mundo. El significado nacía de la acción en lugar de nacer de la contemplación.

Fue con la contemplación, con el procesamiento interno de la información suministrada por las palabras fijadas de la hoja impresa, que nació el yo. En la Red, la identidad se hace muy flexible. [3]

La oralidad recuperada con las nuevas formas de lectura se presenta como activadora de fuerzas de interacción pero, al mismo tiempo, constituye una importante amenaza al yo tradicional. El mismo Kerchkove, teórico de las nuevas tecnologías pero pensador neoliberal, recomienda a las instancias educativas y a los gobiernos «informarse sobre la relación existente entre alfabetismo[libresco] y la privacidad de la mente».

Para él: Todos deberíamos darnos cuenta de que [los libros] no pueden desaparecer, que es crucial mantener la presencia de los libros no sólo como tecnologías para el procesamiento de la información, sino como tecnologías del ser. [4]

La desazón surge por el posible debilitamiento de las «mentes privadas», esto es, por la disolución del individuo aislado típico de las sociedades capitalistas. Pero la defensa del texto sobre papel está también asociada al discurso nostálgico de algunos pensadores como Baudrillard:
Con mi máquina de escribir el texto está a cierta distancia; es visible y puedo trabajar con él. Con la pantalla es diferente, uno tiene que estar dentro; se puede tratar con ella, pero solo si se está en el otro lado, inmerso. Esto me asusta un poco y el Ciberespacio no me resulta de gran utilidad personalmente.[5]

El miedo de Baudrillard también tiene que ver con la pérdida y la desaparición de esa instancia íntima del yo «separado». Con el ordenador ya no existe el momento de reconocimiento que la distancia procura. La identidad se ve en crisis por las modificaciones de nuestra relación con el espacio y el tiempo. El riesgo, otra vez, es el de la disolución:
Uno ya no está frente al espejo; uno está en la pantalla, lo que es completamente diferente. Uno se encuentra en un universo problemático, se esconde en la red, lo que quiere decir que ya no está en ninguna parte. [6]

«Estar en niguna parte» es la condición del nuevo lector. Identificar ese «momento significativo» de la escritura, del que hablabamos al principio del artículo, se torna una tarea compleja, que nos obliga a modificar los parámetros mismos de la búsqueda, puesto que las partes en causa (texto-escritor-lector) se funden.

En el nuevo texto, el lector abandona su posición en el juego del yo y el tú, se esconde. El camuflaje y simulacro se convierten en prácticas naturales precisamente porque el lector ya no permanece distante fisicamente, sino que pasa a estar dentro del texto, se ve obligado a intervenir, y por ello mismo, a intentar ocultarse (en tanto autor involuntario o avergonzado). La simulación es la actitud intelectual subyacente a esta modalidad de lectura.

El texto digital, pues, modifica el modo de aproximación a «lo otro». Por su carácter «inmersivo» la pantalla desdibuja definitivamente los perfiles lector/texto y rompe de esa manera la estructura dicotómica que permite el juego del reflejo. Con la nueva perspectiva textual, entra en crisis el reinado de la conciencia.

Este lenguaje plantea nuevas condiciones para la lectura, alejadas de la hegemonía de la introspección. Los temores que despierta tienen que ver, entre otras cosas, con el abandono de una tradición (filosofia de la conciencia) pero también con el desconcierto por la nuevas responsabilidaes que recaen sobre el lector. El espesor significativo de la lectura ya no se apoya en un trabajo de interiorización del individuo, sino en la interacción y la operatividad.

Acción, reversibilidad, fluidez.
Al vincularlo con la oralidad, Kerchove ponía el acento de la nueva textualidad en el carácter activo de la producción de significados. Otros autores (Colina, 2002) también han señalado este aspecto, poniendo de manifiesto el traslado de la centralidad del acto comunicativo hacia el canal de comunicación:
El lenguaje informático está conformado, fundamentalmente, por actos ilocutivos: una instrucción de un programa, más que decir algo, hace algo.

Programadores, operadores y usuarios conviven en un mundo de acciones por más que estén compartiendo sentidos. Las palabras del hipertexto tienen el ostensible poder de realizar acciones, y los enlaces no vinculan exclusivamente contenidos: relacionan recursos y modalidades comunicativas [7]

El texto digital «es acción o no es» [8]. Se constituye como un campo de fuerzas que va más allá de la intertextualidad clásica. Leer consiste, entonces, en conectar unos puntos con otros, mover el ratón, esperar, escuchar o levantarse, trasladarse entre los contenidos. El gesto intelectual pasa del acto contemplativo a la puesta en marcha de interacciones.
Este tipo peculiar de acción está, además, marcada por un rasgo que la torna aún más inasible teóricamente: la reversibilidad.

En el lenguaje digital, el hacer genérico de la ejecución de un programa informático está acompañado de haceres, acciones y prácticas sociales variopintas. Sin embargo, el lenguaje electrónico introduce un tipo específico de hacer que tiene como originalidad su propia reversibilidad; por ejemplo, en cierto tipo de programas del entorno Windows, nuestra actividad inmediata puede eliminarse o revertirse con sólo pulsar «deshacer». El hacer virtual es reversible, a diferencia de la vida y del hacer real, que serían más sencillos si poseyeran dicha característica.[9]

En teoría, este aspecto aligera el peso conceptual y ético de las palabras. La decisión -y la palabra- pierden relevancia en la posibilidad del infinito avance y retroceso. Braudillard denuncia el peligro de la pérdida del sentido de la escritura, en cuanto que la reversibilidad supone una perfección virtual del texto, excluye el error y, en esa medida, la «voz» que comunica y produce significados:
La posibilidad de ajustar indefinidamente la versión correcta crea una suerte de ilusión de perfección del texto que le proporciona otro encanto, una construcción diferente de aquellas que antes poseía la escritura. El resultado de esta búsqueda de perfección resulta problemático. Tenemos la impresión de que la máquina opera más allá de los fines de la escritura.[10]

La reversibilidad del texto electrónico desorganiza la estructura de imputabilidad de la escritura ligada al texto fijado; por otro lado, sostiene una fantasía de perfección virtual y con ello privilegia el aspecto operativo de la producción de discursos. No importa el sentido de la elocución, lo importante es que se puede cambiar. De esta manera se debilita la voz -o las voces- significantes en favor de una plasticidad ilimitada. Sin embargo, esta misma característica es la que confiere a la lectura un papel inusual. Si en el modelo clásico el lector se enfrentaba a una unidad textual acabada, a un discurso más o menos perfecto, en esta nueva modalidad el discurso nace de la voluntad del lector. El peso conceptual surge con la intervención necesaria, aunque no suficiente, de quien lee.

En la medida en que las palabras pueden en cualquier instante deshacerse y volver atrás el texto digital es inestable y en este sentido fluido. Sin embargo, su fluidez no tiene que ver solo con la reversibilidad. La densidad del hipertexto -con su entrecruzamiento de líneas, superposición de niveles, saturación de conexiones y significados- es fácilmente traspasable, y este es otro de los rasgos de su fluidez. Los nodos son inmediatamente accesibles unos a otros a través de los enlaces.

La estabilidad se pierde en el momento en que se puede «navegar» sin obstáculos de una unidad textual (si se puede conservar todavía tal noción) a otra u otras de distinta profundidad. Lo digital es dinámico, abierto y «viscoso». Además actúa siempre facilitando la liquefacción. Todo texto volcado electrónicamente pierde en ese instante los límites y se transforma en un nuevo nodo abierto al resto y manipulable en pequeños gestos de lecto-escritura o navegación digital.

Uno de los principales efectos de la digitalización es la transformación de lo sólido el líquido. Cualquier cosa que pueda ser digitalizada puede trasladarse a cualquier otra cosa que pueda digitalizarse.[11]

En este contexto, la critica literaria, por ejemplo, perdería su estructura tradicional para convertirse en una ciencia hidráulica. Ya no es concebible aquí el análisis de un volumen acabado, ni el estudio de un autor, sino tan solo la observación del equilibrio y comportamiento de textos inestables en canales de comunicación variopintos. Efectivamente, la tarea se vuelve problemática. Mucho más si tenemos en cuenta que la traspasibilidad de los enlaces pone al lector en contacto con una multiplicidad de acontecimientos que atraviesan distintos niveles de realidad: movimientos de capital, flujos de información, activismo político, etc circulan en la red y se pueden introducir en el texto por voluntad o por azar. La otra cara de la hipermediatización de la realidad es, precisamente, la intromisión de estos aconteceres históricos (concretos) entre medias de la lectura. Ambos polos -texto y suceso- se alimentan y comparten una común inestabilidad. El arte ha sabido interpretar el efecto licuefactor de esta textualidad y el modo en que ello altera nuestro aproximación al mundo:

Nosotros pensamos que no todo lo sólido se desvanece en el aire, sino que se diluyen en la multiplicidad de fluidos que conforman la experiencia del hoy. Un mundo compuesto de corrientes, siempre cambiante y siempre en movimiento, donde los elementos son transformables y dependen de ese entorno que es variable también.[12]

En este discurso de la viscosidad surge el interrogante fundamental acerca de los itinerarios. La simple navegabilidad, esto es, la completa dispersión del texto, aniquilaría la existencia de rutas intelectuales. La figura del nómada, para hablar en terminología deleuziana, encarnaría entonces la nueva figura del lector. No hay un destino prestablecido pero sí la necesidad de establecer «puntos» (de acampada, de reunión, de agua…) en el desierto.

En ausencia de «libros», de límites materiales a la escritura, las unidades textuales posibles corresponden a los «puntos de sentido», es decir, a las decisiones del lector. Sin ellas sería imposible distinguir entre operatividad ciega (azar) y lectura.

¿A qué llamamos leer?
Nuestros libros conforman, como hemos visto, una cierta relación el espacio y el tiempo que se ve totalmente alterada en el nuevo modelo. Por ejemplo, con el universo hipermedia desaparece la distancia, por la posibilidad de intervención del lector y por la conexión inmediata entre textos. La palabra es el propio medio, el enlace, la acción que empasta y condensa unos nodos con otros. Se debilita la «unidad textual» y con ello, inevitablemente, la posibilidad de poner en juego contenidos articulados y dialogar con ellos, como solemos hacer ante la página impresa.

Asimismo, el tiempo se comprende de manera distinta en tanto que lo escrito pierde su relación con la memoria, deja de ser registro para ser lugar de constante actualización (como observamos, por ejemplo, en los periódicos electrónicos). La reversibilidad y la inestabilidad del texto digital anulan la historicidad del discurso y el tiempo se vincula entonces a la conectividad y la inmediatez.

La alteración de estos ejes importantes de discursividad (espacio-tiempo) tienen como consecuencia que el texto pierda su eficacia como instrumento para la producción de significado o para el reconocimiento. La palabra, traspasable e inestable, se convierte en proyectil arrojado al azar, sin contexto definitivo, ni, por tanto, sentido si no es por voluntad del lector, que debe insertarla en un texto del que es responsable. Se convierte, de este modo, en la nueva herramienta, es decir, el medio por el cual se confecciona el discurso. Ya no puede «aprovecharse» del texto para sus fines, sino que se convierte en su mecanismo para la transformación y elaboración.

El arte se ha inquietado por explotar y experimentar esta nueva condición. En ocasiones, sin embargo, estos intentos conducen a propuestas paradójicamente pasivas. Un ejemplo lo encontramos en esta declaración en que el grupo Transnational Temps invita a la lectura de su instalación:
Palabras de agua es un sistema que pretende invitar a navegar a través de las ideas, de los conceptos, de los datos, buscando siempre una transversalidad en el viaje, una transgresión de los límites preestablecidos.

Las cartas de navegación que marcan recorridos nos obligan a salir de unos mares para poder entrar en otros, a esperar a que baje la marea antes de que suba otra vez, y nosotros soñamos con ser surfistas en el pico de la ola, una ola que no rompe nunca y en la que hacemos un floater sin fin. Pasar de un punto álgido a otro y que en medio sólo acontezca un dulce devenir. [13]

Se propone aquí una aproximación casi inercial al texto. El «dulce devenir» abstracto y recreado en sí mismo es expresión del abandono del texto jerárquico, facilitado por los nuevos modos de lecto-escritura. Esta actitud es frecuente también en la interacción dentro de la red, en que a menudo nos encontramos no navegando, sino «flotando» de un lugar a otro. La pregunta que se plantea es, en este caso, dónde queda el significado, hacia dónde se dirige el discurso, cuál es, en estas circunstancias, el sentido de la lectura. ¿Cómo es posible el dialogo (con el texto) en ausencia de logos?

Evidentemente este no es el único camino que se abre. El éxito discursivo, por ejemplo, de ciertos movimientos políticos, artísticos y literarios en la red demuestran que existe la posibilidad establecer rutas. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que internet no corresponde exactamente a la plaza pública. La ocultación del yo, de la que hablabamos más arriba, impide el reconocimiento de las «marcas sociales» de cada uno y, favorece, por tanto, la perversión del texto y la intromisión de discursos no deseados (comerciales, publicitarios, etc). El continuo entrecruzamiento de niveles hace de la red un ámbito de vulnerabilidad de la escritura.

Por otro lado entra el crisis la figura del intelectual, de la persona «leída». ¿Seguimos considerando que quién pasa mucho tiempo «leyendo» frente a la pantalla representa la referencia culta de la colectividad? Más allá del discurso de casta, el sentido de esta pregunta tiene que ver con la acción del texto, su huella significativa sobre la persona que lee.

La construcción personal que se asocia al libro, ¿sigue siendo posible? ¿Sigue existiendo esta huella en el paradigma de la nueva textualidad? Una vez que ha desaparecido la tinta, ¿hay algún rasgo reconocible que permita identificar la intención, el significado y el peso de la escritura y la lectura?

El sentido de la lectura.
La cuestión es problemática. Si tiene algún sentido formular estas preguntas es solo porque la posmodernidad no ha saturado el espacio social. Además, algunos hechos históricos recientes están contribuyendo a reducir el poder simbólico de la desjerarquización absoulta y armonizan con la búsqueda de formas de lectura de nuevo significativas.

Con el estallido de la crisis se ha restituído en un amplísimo nivel el esquema de imputación, en cuanto que el aparente mecanismo abstracto del mercado se ha revelado un instrumento utilizado por personas identificables. De este modo, se ha recuperado en el discurso público la noción de autoría.

Simultáneamente, se ha inciado un proceso de empobrecimiento económico entre la población del mundo occidental que presagia un repliegue anti-consumista y creativo (simbólicamente dirigido) ligado a la experiencia de la precariedad, que, en principio, implica la recuperación del valor de la palabra intencionada (para protestar, para llorar, para desesperarse). Ambos fenómenos contradicen la práctica de la pura navegabilidad.

Por otra parte, la corporalidad y la afectividad -presentes en estas como en todas las experiencias dolorosas- llaman a esta búsqueda del sentido y establecen prioridades, por lo que reaparecen como coordenadas posibles para orientarse en la nueva textualidad fluída. Son, por lo demás, nociones viejas, muy presentes en la tradición de pensamiento occidental (desde Platón hasta las corrientes feministas).

El nuevo lector-autor, en un tiempo y espacio distorsionados, cuenta apenas con la propia experiencia (afectiva, corporal, intelectual) como referencia para discernir en la amalgama de contenidos y elaborar un texto, siempre y cuando quiera. La gran diferencia frente al libro es, justamente, que la voluntad del lector es aquí la que determinará la importancia, la secuencia y la articulación del contenido.

A lo largo de este artículo hemos intentado rastrear el sentido de la lectura en el rompecabezas de la nueva textualidad. No se trata de una mera discusión acerca de los soportes -pantalla o papel- sino más bien una reflexión sobre la misión del lector en este contexto. Hemos visto que su posición ante los fenómenos de licuefacción textual le atribuye responsabilidades inéditas y, al mismo tiempo, le permite escabullirse y diluir su presencia en favor de la mera operatividad.

La hipermediatización de la realidad, el carácter inmersivo de los nuevos medios, la conectividad exasperada en la red y otros fenómenos que hemos observado en este artículo convergen para componer un panorama indefinido, sin límites textuales ni jerarquización de contenidos.

En la «búsqueda del texto perdido», el lector puede incorporar la experiencia al ejercicio de leer, lo quiere decir restablecer en cierta medida el tiempo (la memoria), el cuerpo y la afectividad, que se presentan de momento, solo como herramientas posibles para operar el discurso y, con ello, preservar el sentido mismo de la lectura.

NOTAS
[1] r.a.e. « Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados» 2. «Comprender el sentido de cualquier otro tipo de representación gráfica.»
[2] Santana, s. «El libro por venir. Acerca del texto virtual y su lectura matérica.» En Escritura e imagen, vol.2 (2006), Universidad Complutense de Madrid.
[3] Derrick de Kerckhove, Inteligencias en conexión. Hacia una sociedad de la web, Barcelona, Gedisa, 1999 (Traducción del inglés TsEdi, Teleservicios editoriales, S.L.), p. 83-84
[4] Kerchkove, p.157
[5] Jean Baudrillard (1996): «Baudrillard on the New Technologies: An interview with Claude Thibaut» en Cybersphere 9: Philosophy (en red). Disponible en World Wide Web: http://www.egs.edu/faculty/baudrillard/baudrillard-baudrillard-on-the-new-technologies.html (Última revisión: 16/7/2008) «With my typewriter, the text is at a distance; it is visible and I can work with it. With the screen, it’s different; one has to be inside; it is possible to lay with it but only if one is on the other side, and immerses oneself in it. That scares me a little, and Cyberspace is not of a great use to me personally»
[6] Baudrillard
[7] Carlos Colina, El lenguaje de la red. Hipertexto y posmodernidad, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2002, p.55.
[8] Colina, p. 5
[9] Colina, p.56
[10] Baudrillard «The possibility of indefinitely adjusting the correct version creates a sort of fantasy of perfection of the text which gives the latter another allure, another construction than those which their earlier writing possessed. The result of this quest for perfection remains problematic. We have the impression that the machine operated beyond the ends of the writing.»
[11] Kerchkove, p.179
[12] Transnational temps, «Palabras de agua: viajar fluidos», en Dinámicas fluidas, catalogo del I Festival Internacional de arte, ciencia y tecnología, Madrid (Centro Cultural Conde Duque), 2002, p.101. Instalación, creación de una interface.
[13] Transnational temps, p.101
Fuente: http://hernanmontecinos.com/2009/10/28/la-mision-del-lector/

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